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Carlos Peña critica la constitución nacional y defiende su cambio profundo. Hoy ella permite gobernar a las minorías. Algunas consideraciones al respecto

He leído con agrado el artículo de El Mercurio de hoy de Carlos Peña, titulado “La Constitución de Bachelet” Se inicia con el siguiente párrafo:

«La Constitución del 80 al conferir peso a la minoría sustrae del autogobierno colectivo materias que, en la generalidad de las democracias, le corresponde decidir a la mayoría…»

En mi opinión el articulista tiene planteamientos muy positivos, muy ilustrativos para una sociedad olvidada forzosamente de la educación cívica y alejada intencionadamente de una conveniente formación ciudadana.

Una democracia auténtica debe estar orgullosa de su Constitución Política del Estado, así como de su Bandera y de su Himno Patrio. Al parecer en Chile grandes mayorías no se enorgullecen de ella y muchos chilenos desconocen gran parte de sus contenidos.

Nuestro desconocimiento en estas materias puede ser causas de que muchos demócratas hoy sean contrarios a la meta de tener una nueva constitución plenamente democrática. Creo conveniente recordar a ese gran estadista Eduardo Frei Montalva quien hacía ver la necesidad para Chile de una nueva y auténtica constitución surgente de una Asamblea Constituyente. Hoy no se hace sentir en la Democracia Cristiana esa posición; en cambio en otros partidos sí.

Qué importante que un reglamento o un estatuto sea preparado y aprobado por la organización que se está constituyendo y que lo ahí expresado refleje la posición de la unanimidad o la mayoría de los integrantes. Si esa organización es más amplia, una nación por ejemplo, no cabe duda que su contenido es mucho más rico y posiblemente estén más claramente en ese gran estatuto, en su Constitución Política, los objetivos perseguidos, los grandes principios que la rigen y los procedimientos para lograr lo que se persigue junto con que se resguarde el respeto, en su amplio sentido, de los derechos de sus ciudadanos.

Los que son minorías, en alta proporción posiblemente respetarán lo aprobado. por el origen de lo establecido.

Más adelante me extiendo en estas consideraciones y destaco contenidos del artículo de hoy de Carlos Peña, para terminar con la inclusión in extenso de su escrito.

En la gestación democrática de un reglamento, un estatuto o una Constitución nacional, deberá ser posible que el origen de cada decisión importante quede acompañado de todos los argumentos que se dieron a favor o en contra de lo que finalmente se aprobó; se conocerá así lo que puede considerarse el espíritu del acuerdo que llevó a su aprobación. Sin duda que es muy importante que una Constitución contemple la existencia de un Tribunal Constitucional, similar al que considera nuestra actual constitución.

Qué importante esa saber que si uno ha sido minoría en alguna proposición rechazada y la ha podido defender, termina con más base aceptándola; posiblemente también ayudado en el pensar en que uno pudo haber estado en una posición errada. Y si uno cree estar en la verdad, le queda la esperanza de que más adelante esa disposición pueda ser democráticamente cambiada.

En una constitución o en una reforma específica es muy importante tener presente los objetivos. La Constitución de 1980 los tiene tácitamente, uno de los principales es mantenernos y en lo posible acentuar nuestra pertenencia a un modelo de desarrollo que favorece a minorías y que ha terminado contribuyendo a agravar la desigualdad en la distribución del ingreso y de la propiedad. Refleja sin dudas el temor -de esa clase política minoritaria que gobernaba al amparo de una dictadura- de retroceder a lo que se fue produciendo en la sociedad chilena durante el gobierno de la Unidad Popular, en que el Estado pasó a tomar un gran poder en desmedro de la empresa privada, en parte importante apoyado en los llamados resquicios legales, distantes del espíritu de la Constitución y de las leyes existentes. Pero no debe olvidarse como la Unidad Popular fue perdiendo apoyo y se estuvo a punto de lograr una salida democrática, salir de ese atolladero a través de un plebiscito que se anunciaría el día antes del Golpe Militar.

Una importante mayoría política al parecer deseaba una salida democrática. Recuerdo haber sabido que un distinguido político de la derecha democrática de entonces era contario a la llegada de las Fuerzas Armadas al poder, argumentaba que se sabe cuando lo asumen pero no se sabe cuando lo dejan.

Muchos que fuimos partidarios del Golpe pensábamos que ese nuevo gobierno de facto no estaría gobernando más de unos seis meses; pero nos equivocamos profundamente.

Quisiera destacar otros párrafos del artículo de hoy de Carlos Peña.

En las sociedades modernas, diferenciadas y complejas, en las que coexisten diferentes formas de vida y distintas concepciones del bien, el único patriotismo posible, sugiere Habermas, es el constitucional: el apego y la lealtad a las reglas que establecen cómo se forma la voluntad común de los ciudadanos y cuáles los bienes que están dispuestos a respetar a ultranza. Las reglas constitucionales no tienen, por esa razón, un valor puramente instrumental, sino constitutivo: expresan la forma en que una comunidad se piensa a sí misma y los procedimientos mediante los cuales los ciudadanos se autogobiernan.

Una sociedad democrática requiere pues una Constitución que despierte la lealtad de todos.

Referentes a la Constitución de 1980 señala.

El principal reproche que se le ha formulado por estos días es correcto: las reglas de la Constitución en vez de permitir que se forme la voluntad común mediante la regla de la mayoría, lo impiden. O, en otras palabras, las reglas en actual vigencia al conferir demasiado peso a la minoría sustraen del autogobierno colectivo materias que, en la generalidad de las democracias, le corresponde decidir a la mayoría.

Hay, pues, buenas razones para discutir las reglas constitucionales. Especialmente aquellas que establecen qué derechos tenemos y cómo se forma la voluntad común que obliga a todos.

Alcanzado ese punto, surge el problema de cómo hacerlo bajo las reglas de la Constitución, si esas reglas son, justamente, las que conceden un mayor peso a la minoría ¿por qué la minoría querría desprenderse de esa ventaja? Wittgenstein cuando encuentra un problema insoluble como este suele decir: he llegado a roca dura y mi pala se retuerce.

En la vida social la pala es la política. Y dependerá de la minoría si ella comenzará a retorcerse o no. Después de todo, si la minoría se ampara en reglas irrazonables ¿cómo quejarse luego que la mayoría recurra a métodos igualmente irrazonables para cambiarlas?

Un desarrollo socio económico estable no sólo requiere de un crecimiento económico, sino que también de equilibrios socio políticos y medio ambientales. Todo un avance económico puede llegar a ser destruidos por una crisis social y política. Muchas experiencias internacionales se pueden tener sobre este tema.

A continuación presento in extenso el artículo:

Domingo 02 de junio de 2013

La Constitución de Bachelet

«La Constitución del 80 al conferir demasiado peso a la minoría sustrae del autogobierno colectivo materias que, en la generalidad de las democracias, le corresponde decidir a la mayoría…»

La ex Presidenta Bachelet recibió esta semana las bases para una nueva Constitución.

Aparentemente se trata de un grave error.

Las reglas en actual vigencia -podría afirmarse- son el sustento de la modernización de Chile. Discutirlas ahora introduciría una gigantesca incertidumbre que lesionaría la confianza, alentaría las expectativas de refundarlo todo y transformaría la próxima elección en un evento plebiscitario donde nada quedaría fuera de la ruleta electoral.

Pero -pese a quien le pese- esta vez la ex Presidenta tiene la razón de su lado.

En las sociedades modernas, diferenciadas y complejas, en las que coexisten diferentes formas de vida y distintas concepciones del bien, el único patriotismo posible, sugiere Habermas, es el constitucional: el apego y la lealtad a las reglas que establecen cómo se forma la voluntad común de los ciudadanos y cuáles los bienes que están dispuestos a respetar a ultranza. Las reglas constitucionales no tienen, por esa razón, un valor puramente instrumental, sino constitutivo: expresan la forma en que una comunidad se piensa a sí misma y los procedimientos mediante los cuales los ciudadanos se autogobiernan.

Una sociedad democrática requiere pues una Constitución que despierte la lealtad de todos.

Ello no depende, por supuesto, de la forma en que esas reglas se hayan generado. Hay innumerables ejemplos de reglas cuyo origen es mejor no recordar y que, así y todo, concitan la lealtad de los ciudadanos. La Constitución americana, dictada en medio de la esclavitud, o la alemana o japonesa, impuestas por la ocupación, son buenos ejemplos. La frase de Balzac -en el origen de toda fortuna se esconde un crimen- vale también para las Constituciones. Lo que importa entonces no es el origen de las reglas constitucionales, sino la capacidad que tengan para estimular una práctica política de autogobierno, una forma de vida pública en la que la formación de la voluntad mayoritaria tenga importancia y peso suficiente a la hora de configurar el destino común.

Y ese es el problema de la Constitución de 1980.

El principal reproche que se le ha formulado por estos días es correcto: las reglas de la Constitución en vez de permitir que se forme la voluntad común mediante la regla de la mayoría, lo impiden. O, en otras palabras, las reglas en actual vigencia al conferir demasiado peso a la minoría sustraen del autogobierno colectivo materias que, en la generalidad de las democracias, le corresponde decidir a la mayoría.

Mientras es razonable que existan mecanismos contramayoritarios para proteger ciertos bienes de especial importancia como, por ejemplo, los derechos fundamentales, no parece razonable que la misma protección se confiera a decisiones de política pública como el diseño del sistema escolar. Mientras es perfectamente razonable que en materia de derechos fundamentales (y por supuesto habrá que discutir cuáles son fundamentales) la mayoría siga la estrategia Ulises (se ate a sí misma para no ceder a la tentación de aplastar a la minoría), no parece razonable tolerar esa estrategia para asegurar que las decisiones de gobierno de la minoría (por ejemplo de la que apoyó la dictadura) se perpetúen.

Hay, pues, buenas razones para discutir las reglas constitucionales. Especialmente aquellas que establecen qué derechos tenemos y cómo se forma la voluntad común que obliga a todos.

Alcanzado ese punto, surge el problema de cómo hacerlo bajo las reglas de la Constitución, si esas reglas son, justamente, las que conceden un mayor peso a la minoría ¿por qué la minoría querría desprenderse de esa ventaja? Wittgenstein cuando encuentra un problema insoluble como este suele decir: he llegado a roca dura y mi pala se retuerce.

En la vida social la pala es la política. Y dependerá de la minoría si ella comenzará a retorcerse o no. Después de todo, si la minoría se ampara en reglas irrazonables ¿cómo quejarse luego que la mayoría recurra a métodos igualmente irrazonables para cambiarlas?

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